El 2 de febrero de 1990, el entonces
presidente F. W. De Klerk anunció la liberación incondicional de Nelson
Mandela. Pocos días después, el 11 de febrero, las cámaras de TV captaron las
primeras imágenes del líder sudafricano en libertad después de 27 años.
De la mano de su esposa Winnie, con el puño en alto, Mandela
abandonó la prisión Victor Verster, a la que había sido trasladado. La
liberación de Mandela no significó, sin embargo, que el gobierno estuviera
dispuesto a instaurar la democracia. Según observadores, De Klerk esperaba
«neutralizar el fenómeno Mandela» con algunas concesiones, pero sin
garantizar el sufragio universal.
El gobierno esperaba que Mandela en libertad sería una
amenaza menor para el régimen. Según su biógrafo, Anthony Sampson: «El
gobierno esperaba que después de 27 años en la cárcel no estaría apto para
ningún tipo de liderazgo, que habría perdido contacto con la realidad. No
tardaron en darse cuenta de que la realidad era todo lo contrario».
Mandela dejó rápidamente en claro que ofrecía un mensaje de
reconciliación, que el enemigo no eran los blancos, sino el régimen de
apartheid. El gobierno legalizó el CNA y poco a poco derogó las leyes
fundamentales del apartheid. Las tensas negociaciones con el gobierno se
prolongaron desde 1990 a 1994, en un marco de creciente violencia entre
simpatizantes del CNA y el partido Inkhata, apoyado por las fuerzas de
seguridad.
En 1993 De Klerk y Mandela compartieron el Premio Nobel de la
Paz por sus esfuerzos por instaurar la democracia, pero el país se desangraba.
Las luchas entre grupos negros, en lo que observadores describían ya como una
guerra civil de baja intensidad, habían cobrado la vida de miles de personas.
El 10 de abril de 1994, Chris Hani, uno de los líderes negros más carismáticos,
fue asesinado a tiros frente a su casa. El gobierno se dio cuenta de que
Mandela representaba la mejor –sino la única – opción de una transición
negociada y finalmente accedió a celebrar comicios multirraciales.